
La hoy condenada era la cabecilla de una red de trata de personas que captaba mujeres procedentes de diferentes municipios de Risaralda, Caldas y Quindío, las cuales eran enviadas al país de Panamá donde eran explotadas sexualmente en bares y hoteles de la ciudad capital y sometidas a cumplir con extenuantes horarios de trabajo, obligándolas a pagar los supuestos costos de los pasajes, alojamiento, alimentación y traslados, deuda que nunca se veía lograda, pues eran multadas económicamente por no cumplir con el reglamento del sitio de prostitución.
A la mujer que le fueron imputados 16 casos, trabajaba desde el seno de su hogar a través de teléfonos celulares donde contactaba a las víctimas y demás miembros.